Javiera había logrado una relajación absoluta cuando vio una gran nube asomarse tras los cerros. Con su piel mate vertida sobre la hierba en ese tibio día de primavera, recordó el anuncio del tiempo donde dijeron que no habría ni una sola nube en los cielos de la capital… como de costumbre, habían fallado.
Esto no le molestó, pues ella recordó cómo en su infancia las nubes adoptaban formas que le servían para inventar juegos y echar a volar su imaginación, y ahí estaba… blanca, esponjosa, enorme.
Se dejó llevar por el claro intenso que le proponía, sintió como cada centímetro de su piel, cada poro, se erizaba provocando una tremenda sensación de bienestar. Llegó un momento en que Javiera se encontraba absolutamente ida, entonces los vellos de sus brazos, súbitamente, se desprendieron de su cuerpo emblanquecido.
Su espalda se despegó del suelo, y su cuerpo se encorvó como un lente de telescopio. Así, convexa, comenzó a levitar; quiso abrir sus ojos para saber si era verdad lo que le estaba sucediendo, si era real, y vislumbró como se encontraba a unos diez metros de altura, oteó su cuerpo de piel alba, y sintió como la punta de los dedos de sus pies comenzaban a deformarse, convirtiéndose en unas especies de palomitas de maíz, su cuerpo completo comenzó con la misma metamorfosis, sus antebrazos, sus omóplatos, sus pómulos, todo se iba redondeando de manera increíblemente placentera. Comenzó a ver nublado… cada vez más borroso, se elevó.
Cuando Miguel observó esa nube asomarse por el otro lado del cerro sintió una gran calma en su interior, echado sobre la hierba sonrió, y sintió que acababa de dar un paso dentro de una etapa única, especial… y se dejó llevar.
Javiera y Miguel nunca se conocieron en persona, pero en esa tarde de primavera, por un mínimo instante, se amaron tal cual eran, sin cuerpos, a través de los cerros, sin más gente, arriba.