miércoles

A mis primeras cenizas

Los negros mocasines, usados pero jamás maltrechos, no caminaron sobre el ripio seco; el pelo, alguna vez rojo como atardecer pero ahora rubio pálido como sol de mediodía, tampoco sintió el viento pasar desenredándolo; la piel blanca y la blusa impecable dentro de los jeans no vieron los árboles del parque; y los 62 años no llegaron, al menos no esta vez.

Los ojos que miraban sincero se habían cerrado, las palabras llenas de verdad –su verdad- callaron, pero su eco resonaba en la impresionante cantidad de gente que la fue a despedir.

La actriz principal de su cortejo, la parte esencial de la paz y la tranquilidad que unía a los que nos quedamos, había partido… dejando visiones hermosas de un planeta que cada vez menos gente respeta, y que muy pocos se dan el tiempo de percibir, pero no ella, no ellos, no nosotros.

No recuerdo cual fue la última conversación que tuve con mi tía Yolanda, pero siempre me llamó la atención que cuando hablaba de juicios, mostraba los dientes de abajo, y cuando reía, fulguraban los de arriba.

Como una sandía podías percibir ese exterior duro, quizás hasta impenetrable para algunos, pero llena de un sabor suave y dulce por dentro, de ternuras y caricias que no escatimaba en entregar a todos aquellos que, luego de atravesar la cáscara, disfrutábamos de los dones de una persona maravillosa.

Mi tía, la sandía como le empiezo a decir desde hoy, dejó buenas semillas; crecidas de la tierra y nutridas por un cielo más azul, supieron mostrar también un dulzor aprehendido de la sabiduría que te entrega crecer más en la naturaleza que en la ciudad, más en el campo que en la habitación, más en las ganas que en el nihilismo, nihilismo que nunca más verá, como esa fría habitación que la vio partir, o esa ciudad que la despidió que nunca fue la suya, pero que por estar tan bien acompañada, se tiñó por unos momentos de praderas, de hierba y de juncos, que tramaron su camino hacia el lago donde descasará para siempre.

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N. del A: Por supuesto, a Yolanda.