miércoles

Aldito el hediondito

Entonces, sentado en la sala de clases y con la profesora mirándolo directamente a los ojos, Aldo comenzó a pasar lista por su cabeza, pero hacia atrás, como buscando algo en particular en su pasado, sintiendo constantemente la certeza de que había un recuerdo anterior a ése. La voz de Lorena, la profesora, se alejaba cada vez más, al igual que el ruido constante de los autos que paseaban por la avenida contigua a la Universidad y el murmullo de la sala de clases. Todo se acallaba, y un Aldo profundamente concentrado transitaba en su cuenta regresiva por los 5 años de edad y seguía retrocediendo.

De golpe abrió los ojos, había llegado a su primer recuerdo, le parecía fantástico el hecho que una persona con la fama de su mala memoria, lograra vislumbrar algo tan antiguo que ni siquiera tenía la certeza de la edad de ese entonces.

Su primer recuerdo era un tanto traumático, y cómo no, si que te cambien un pañal es un acto que, con un poco más de edad, uno asume con vergüenza y serio pudor.

En esos días, Aldo se encontraba en los tiernos y cálidos brazos de su madre, con las piernas separadas abarcando abdomen y espalda, un brazo colgaba mientras el otro intentaba abarcar el tremendo cuello de esa mujer. Entre tanto, con la boca, intentaba desprender aunque fuera una gota de leche de ese enorme cuello, el cual por más que succionaba y medio mordía con las encías, no cedía una sola gota de ese tan perfecto elixir. Aldo no entendía muy bien por qué no resultaba, pero no por eso se rendía.

Con ternura lo posaron sobre una sólida superficie, pero sin separarse de la misma manta tibia que lo tenía envuelto en los brazos de su madre.

Entonces comenzó el ritual, el suave sonido del velcro desprendiéndose marcaba un hito, el antes y el después de la comodidad. Aldo comenzó a sentir las corrientes de aire en su entrepierna, mientras a la madre se le dilataban las pupilas y la mueca en su rostro se hacía insostenible, el amor más grande de todos sucumbía y pedía clemencia ante ese penetrante olor. Ella tomó ambos pies de su hijo con una de sus dos manos y, haciendo una peripecia digna del circo chino, tomó con la otra el lejano envase de crema. Aldo entendió que no todo iba a estar bien, lo cual se hizo claro al primer contacto de ese gélido líquido con los redondos glúteos del bebé; el frío era tal que sólo se podía comparar a un iceberg contiguo a la tibia piel de aquella guagua; con un algodón la madre esparció y limpió todo el cuerpo de su “Tatito”, como ella le decía cariñosamente.

Luego de una exhaustiva limpieza a base de algodón, cremas, amor, y una buena dosis de equilibrio, la madre tenía listo y lleno de talco a Aldito. Pero fue sólo el mismo sonido que hiciera comenzar el rito el que acabaría con él, el sonido del velcro nuevo y el inicio de una etapa de limpieza y movilidad se celebraba en los ojos de Aldo, quien claramente dichoso por su nueva condición pulcra se lo agradeció a su madre, otorgándole una de esas sonrisas que pueden provocar una acción en cadena, porque permite que quien la vea, la imite y se la devuelva al mismo emisor, a Aldito… el hediondito.

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