viernes

Cambalache

Nunca fui muy cercano a mi abuela, sin embargo, hubo un tiempo en que comencé a sentir una gran curiosidad por su vida. No tengo claro el motivo, a lo mejor fue, sencillamente, porque sabía que no le quedaba mucho tiempo.
Difícil tratar con ella, le diagnosticaron alzheimer, una enfermedad llena de interrogantes; viven un mundo paralelo que raramente se conecta con el nuestro –“Es como un niño de 8 años” – decía el doctor –“Y va a seguir retrocediendo” –. A veces, me sentaba al lado de ella, en una de esas sillas que son para dos personas, que tienen un toldito y te permiten balancearte levemente mientras observas hacia el patio central de la casa de reposo. Ella ya no me reconocía, y seguramente por eso debió ser que nunca me contestó muchas preguntas; ante esta situación opté por, simplemente, sentarme al lado y esperar a que ella me hablara.
En ocasiones, mi abuela balanceaba los pies en la silla, con sus manos tomadas y la mirada perdida, comenzaba a tararear un tango, y junto a ella, yo me dedicaba a leer libros sobre la enfermedad y a esperar que en algún momento decidiera comunicarse.
Por otra parte, mi hermano asumió la responsabilidad de vender la casa, y por ende, rescatar las pertenencias y recuerdos importantes de la abuela.
El otro día, estaba con ella cuando, repentinamente, llegó él, exclusivamente para mostrarme lo que había encontrado en la antigua casa de la meme; una copa del primer lugar en una competencia de tango y una foto en que salía con el abuelo. Ella, al ver el trofeo en manos de mi hermano le comentó –“Yo también gané uno de esos una vez, ¡con mi viejito bailábamos de las mil maravillas!” –.
Desde entonces, cada vez que iba a verla me contaba de la hazaña que había logrado, de cómo bailaron con mi abuelo, de cómo la gente los aplaudía de pie, del gran salón de madera con cortinas de terciopelo rojo, de lo bien que se sintió.

Hoy mi abuela ya no está, y como resultado creo que le perdí ese miedo a la vejez, debe ser porque ahora me toca a mi vivirla, ese pavor a no entender la enfermedad de mi abuela, y de saber que el alzheimer es altamente hereditario.
Hoy ya estoy más relajado, no hablo mucho, un nieto mío viene a verme los domingo a esta casa nueva, se sienta a leer un libro y yo, sin decirle nada, le tarareo “Cambalache” para que sepa que da lo mismo lo que hagamos, total, uno siempre termina donde mismo, y es mejor dejar de lado el miedo a vivir y dedicarse a reír un poco más.
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Nota del autor:
Creo que es mi deber comentarles que con éste cuento gané por primera vez algo gracias a un cuento. Obtuve el primer lugar en una competencia en la que el jurado eran los miembros del Taller literario Tirso de Molina, hubo reconocimiento, diploma, regalo, y cocktail. Estuvo entretenido. Espero les haya gustado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La gracia, creo yo, es no temerle a nada en absoluto y con mayor razon, no temerle a lo inminente, justamente por eso, por que no se puede evitar. Quizas no a algo tan extremo como el alzheimer, pero si, al menos, a una vejez donde uno no es el de antes y donde todo tu entorno tiende a racalcarte tu inutilidad.
Quizas si aceptamos todo eso, esta misma vejez aterradora, triste y sola se vuelva activa, sana, pacífica y feliz. Eso creo yo.